Durante la primera mitad del siglo XX, se popularizó una técnica para curar algunos o, casi todo tipo de desorden mental. El procedimiento, invasivo y físicamente atroz, tomaba 5 minutos y, prometía curar exitosamente cualquier malestar de la psique, en especial los más graves. La leucotomía consistía en realizar agujeros en el cráneo con ayuda de una barra de acero y un martillo para después inyectar una solución de alcohol; la idea era “cortar las fibras conectivas de las neuronas activas” en palabras de su creador: el neurólogo portugués Egas Moniz.
Por esta brutal técnica, Moniz ganaría el premio Nobel de Medicina en 1949; después de esto, el proceso se popularizó en todo el mundo, gracias al norteamericano Walter Freeman, cuya versión, llamada lobotomía, consistía en “sedar” al paciente mediante una descarga eléctrica; luego, clavar una barra de acero por la cavidad ocular, entre la parte interna del párpado y el ojo, hacerlo profundizar con un martillo y, una vez inserto hasta la parte frontal de cráneo, agitarla de lado a lado para romper las conexiones del lóbulo frontal con el encéfalo.
Padecimientos como la esquizofrenia o la histeria eran, entre otros, aquellos por los que los hospitales psiquiátricos estaban repletos de personas viviendo en las peores condiciones: camisas de fuerza, aislamiento, terapias de electrochoque y otras formas de violencia física eran posibles de evitar con la lobotomía. También sirvió como una alternativa a las terapias de psicoanálisis freudianas cuyo inconveniente era que podrían durar meses, incluso años, así como su limitada efectividad. El cuestionado método, fue utilizado también, en mujeres físicamente sanas consideradas “inmorales” es sus familias.
Décadas después, incluso ya en otro siglo y en otro milenio, los estudiosos de la psicología y la psiquiatría fueron detectando y dando nombre a enfermedades mentales de igual o menor grado, que por mucho tiempo se consideraron simples problemas de conducta o de carácter, como: la bipolaridad, el déficit de atención, el trastorno límite de personalidad o el obsesivo compulsivo, la depresión, etc. Con estos diagnósticos se dio el boom de los fármacos para control psiquiátrico.
Desde los métodos arcaicos antes mencionados, pasando por la medicación, hasta nuevos enfoques y técnicas de la psiquiatría y psicología contemporánea, ha habido un salto en cómo tratar la salud mental. Con el tiempo, ambas áreas apuntaron a un diagnóstico de lo más alarmante: la salud mental va más allá de alguna enfermedad de la psique. Al parecer, la mayoría -porque decir que todo el mundo es una sentencia demasiado arriesgada, no por ello menos cierta- de la población mundial tiene más asuntos no resueltos en su vida, que un alma en pena.
Para quien escribe estas palabras, el pasado Día Mundial de la Salud (10 de octubre) parecía una oportunidad para indagar sobre cómo ayudar, reaccionar o apoyar a una persona cercana con problemas de ansiedad o depresión, dos de los padecimientos modernos, incrementados por esta pandemia agotadoramente mental. Esta posición, de quien asume que todo está bien en su vida, porque aún no ha atravesado una crisis, fue un revelador portazo en la cara de realidad y de exceso de egolatría, al acercarme a preguntar a dos profesionales de salud mental, en mi búsqueda de la verdad para “ayudar” a quien lo necesita, dando por hecho que yo estoy exenta de malestares psicológicos.
Problemas igual de importantes a tratar que cualquier enfermedad mental, lo son también atender y poner especial atención ante un duelo, situaciones de violencia, relaciones de pareja, adicciones o soledad, entre otros. Algunas investigaciones sugieren que personas que se sienten menos conectadas socialmente tienen un riesgo mayor de morir a temprana edad frente a aquellas cuya salud se vería mermada por fumar, beber o el sobrepeso. Así que lo trillado de: “mente sana, cuerpo sano” quizá no parezca una charlatanería.
Aunque el sentido de este texto cambió considerablemente de su planeación a su redacción, hay cosas generales hacia las que los psicólogos apuntan, tanto en el trato con personas con enfermedades como en la atención propia. Los profesionales con quienes se conversó para este artículo, son especialistas en terapia conductual: Andrés Díaz Saldívar, Terapia racional emotiva conductual y mindfulness, Daniela Torres.
Con los pies sobre la tierra
“Todo estará bien”, “no te preocupes”, “échale ganas” o el insensible “no es para tanto”, son algunas frases casi salidas de stock que se suelen expulsar para tratar de reconfortar a quien pide ser escuchado. Sin embargo, una alternativa a emitir cualquier opinión o juicio es “¿en qué te puedo ayudar?, ¿qué necesitas en este momento?, ayuda a la persona a que se centre en el presente y su realidad, ¿en qué te puedo ayudar?, significa aterriza aquí, al mundo real”. Es importante también mantener un acercamiento detenido y con calma, no invasivo.
El contacto físico también es importante para quien está atravesando una crisis -de ansiedad, por ejemplo-; el acercamiento sutil y natural, como tocar el brazo del otro, puede hacer que las personas vuelvan en sí y reconozcan el presente, del cual escapan tanto el pasado como el futuro incierto.
Validar emociones no comportamientos
El siguiente paso para involucrarse positivamente sin intervenir es validar los sentimientos y emociones de quien sufre. Pero, algo importante a destacar es que “validar no significa justificar cualquier comportamiento. Todas las emociones son válidas pero no todos los comportamientos”. El malentender estas posiciones puede llegar a tocar – o transgredir- los límites de la violencia. El ejemplo se puede trasladar a los niños cuando hacen rabietas o tienen pasajes de ira y Saldívar apunta a decir “está bien que sientas enojo y es comprensible que te sientas así, pero tu reacción no es la correcta”. Manifestar emociones es normal y es sano, y en validar este hecho está la aceptación.
No hay peor consejo que el que nunca se pidió
A veces alguien no quiere palabras de aliento, ni una palmada en la espalda; ser el buzón de alguien puede ayudarle a externar aquello que le perturba. Es quien pide ayuda él pone la pauta, acompañar en silencio también es apoyar. La frase contundente “deberías asistir a terapia” puede parecer contraproducente. En cambio, invitar a profundizar, a pensar qué es lo que se puede hacer para llegar a estar mejor, puede resultar una alternativa.
No existen los salvadores ni héroes
Los psicólogos mismos derrumban el mito de que curan a las personas. Las personas se sanan a sí mismas, pero no es por decreto devino. Lo que los profesionales llaman inteligencia emocional, es un constructo que lleva tiempo desarrollar y aplicar a nivel personal y parte de su trabajo es creer en que las personas buscan su bienestar. Sin embargo, pese a que este precepto no siempre se cumple, lo importante es comprender que no existen héroes ni salvadores, el deber ser pierde el sentido cuando tratamos de hacer algo por el otro, en nombre de lo correcto y no en nombre de lo que se puede, quiere y necesita hacer. No se puede ayudar por encima del bienestar propio y no se puede ayudar bajo términos y condiciones a favor de uno mismo maquillado de preocupación por el otro. Este eterno ayudar forzado y sin sentido nos convierte, más que una red de apoyo, en sujeto que actúa sin resultados ni propósito, cual Sísifo.
En tal o cual caso, construir una red de apoyo en la que las personas cercanas a quien tienen algún padecimiento estén asesoradas por un profesional, es altamente recomendable. Quizá suene absurdo acudir a terapia para así poder ayudar a alguien que la necesita aún más, Sin embargo, pensemos en terapias familiares, como en el caso de los adultos que asisten para tratar problemas de sus hijos menores o en las parejas, padres o amigos que acuden para ayudar a quien tiene problemas de adicción.
Autocritica
“Para aceptar que se está enfermo hay que aceptar que existe la posibilidad de que se está enfermo”, dice Andrés Díaz. “Si te cuestionas o dudas si hay algo mal o algo que tengas que trabajar, es porque seguro existe ese problema”, hace hincapié Daniela Torres en el surgimiento de inquietudes simples pero reveladoras. Aprender a aceptar que tenemos una historia forjada por agentes ajenos a nuestro control, como lo son la crianza que recibimos, el ambiente en el que nos hemos desenvuelto o las peripecias que la vida misma trae consigo como pérdidas, traumas, vejaciones, nos hará más receptivos al autodescubrimiento, comenzando por asumir que nadie está exento de errores ni de ser perfecto, pero hay maneras de mejorar: como quien se realiza un chequeo médico regular, va al dentista por un cosquilleo en la encía o quien recurre al bisturí para “arreglar” algunos desperfectos de su fisionomía; quizá entonces, para explorar nuestro interior, no está del todo descabellado recostarse en el diván, por si acaso. Estar trepanado nunca fue tan cierto como ahora.
Rebeca Ávila